lunes, 4 de abril de 2011

Pearl Harbor, ¿un ataque no tan sorpresa?

Según los defensores de esta teoría, el presidente de EE.UU. conocía los planes nipones pero los consintió para tener una excusa con la que entrar en la II Guerra Mundial

Oficialmente, Roosevelt se había mostrado contrario a la participación de su país en el conflicto. “Lo he dicho antes, pero voy a decirlo una y otra vez: sus chicos no van a ser enviados a guerras ajenas”, aseguró en 1940 en un discurso pronunciado en plena campaña electoral. Pero si sus palabras iban por un lado, sus actos iban por otro muy distinto.


Ese mismo año, en una más que controvertida decisión, decidió trasladar la base de la flota del oeste a Hawai pese a las protestas de su máximo responsable, el almirante Richardson. Según el libro La verdad acerca de Pearl Harbor, de Robert D. Stinnett, Richardson voló a Washington para protestar por la decisión. En su opinión, Pearl Harbor era vulnerable a ataques desde cualquier dirección.

Por aquellas fechas se produjo uno de los hechos más esclarecedores para los partidarios de la teoría de que Roosevelt no sólo conocía, sino que consintió los ataques. Ricardo Rivera Schreiber, embajador del Perú en Tokio, tuvo conocimiento de las intenciones de Japón de atacar EE UU. El diplomático suramericano se enteró de la operación de forma casual, al escuchar una conversación. Su reacción inmediata fue ponerlo en conocimiento de las autoridades estadounidenses. La de éstas, ignorar el aviso.

Precisamente, la situación de los buques es otro de los aspectos que han suscitado más controversia. Las embarcaciones se encontraban tan perfectamente alineadas en paralelo y tan juntas en los muelles de amarres, que resultaban tan sencillas de alcanzar por los torpedos y las bombas japonesas como los patos de una barraca de feria.

Para colmo de suspicacias, las piezas más codiciadas por los japoneses, los portaaviones, no se encontraban en el puerto. La intención del almirante Yamamoto era infligir un golpe tan contundente a la Marina estadounidense que la única salida para Roosevelt fuese negociar bajo las condiciones que le impusiese Japón. Sin embargo, al lograr salvar estos colosos, EE.UU. conservó un poderío naval suficiente para no sólo mantenerse en la lucha, sino acabar al final con los planes imperialistas japoneses.

En los meses que siguieron a Pearl Harbor, los japoneses se apoderaron de todo el sureste asiático, de las colonias británicas, holandeses, estadounidenses y de Sian (Tailandia). Sus sueños imperiales se habían hecho realidad. Pero, a mediados de 1942, los estadounidenses tomaron la iniciativa en el Pacífico frente a los avances japoneses. Las victorias aliadas en las batallas del mar del Coral y de Midway, en el Pacífico, supusieron el inicio del retroceso japonés. Los japoneses iniciaron una campaña de recuperación de los territorios perdidos. Incapaces de resistir la creciente potencia militar enemiga, los japoneses recurrieron a métodos desesperados, como los kamikazes o pilotos suicidas. Los bombardeos masivos de las ciudades niponas debilitaron la capacidad productiva de Japón que, no obstante, siguió ofreciendo una resistencia encarnizada.

La palabra kamikaze (viento divino), tiene su origen en el siglo XIII. l Cuerpo de Ataque Especial de la armada y la aviación niponas -verdadero nombre de los kamikazes- tiene su origen en octubre de 1944. Aquel otoño, el efímero imperio del Sol Naciente comenzaba a resquebrajarse en las Filipinas, ante el imparable avance de las fuerzas anglonorteamericanas en el este del archipiélago. Toda la oficialidad del ejército nipón era consciente de que les sería imposible obtener la victoria mediante las tácticas convencionales. La idea era crear bombas humanas. Lo que para la cultura occidental es una terrible aberración -«Morir voluntariamente en la flor de la vida es antinatural», -, es una expresión del honor en la cultura japonesa. Todavía es ahora, en el Japón occidentalizado de nuestros días, donde se registran 30.000 suicidios anuales.

El ideario. Al igual que los samuráis -cuyos sables formaban parte del armamento de los pilotos del Cuerpo de Ataque Especial- leían El Bushido, los kamikazes también estudiaban un draconiano código en el que se les decía que tras la muerte se convertirían en dioses.

Ardor guerrero. El número de voluntarios para el Cuerpo de Ataque Especial triplicaba al de aviones disponibles. Habida cuenta de que no hacía falta saber aterrizar, se prefería a los aviadores inexpertos, reservando a los pilotos veteranos para los combates tradicionales.

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